Después de 20 años sin pisar suelo sanjuanino, el 26 de abril de 1884, Domingo Faustino Sarmiento volvió y lloró en San Juan. Ya había sido presidente de la nación, senador, y había viajado por el mundo en misiones diplomáticas.
“De pronto la banda de música irrumpe con los acordes del Himno Nacional al tiempo que las banderas de la formación se alzan en los mástiles y las campanas de muchas iglesias son echadas a vuelo. El viejo maestro, que siendo presidente al pie del monumento a Belgrano pronunció la más bella oración compuesta a la insignia azul y blanca, alza los brazos al cielo y llora de emoción”.
Así recordó ese día el historiador Horacio Videla en su obra “Historia de San Juan” (1989), gracias al testimonio de un asistente a ese acto, su tío Eduardo Videla, quien entonces tenía ocho años.
“El alumnado de las escuelas esperaba al Gran Maestro en formación, con sus guardapolvos blancos y un ramo de flores en la mano a lo largo de la calle Mendoza, ruta de acceso a la vecina provincia, desfallecientes tras largas horas de espera.
Una nube de polvo anuncia a la mensajería y desciende Sarmiento vistiendo un guardapolvo de brin claro, largo hasta los pies, la cabeza defendida del sol por un gran sombrero de paja, y siendo bastante pasada la hora prevista, con visibles signos de cansancio en el rostro”.
Luego reseña Videla que Sarmiento entró a un almacén y compró docenas de masitas y golosinas con las que llenó un enorme canasto de mimbre, las que repartió a cada niño mientras él recibía de sus manos la ofrenda floral.
Sólo pudo decir: ‘Si, soy Sarmiento que ha vuelto y estoy entre vosotros. ¡Viva el pueblo de San Juan!’.
Los detalles
César Guerrero, en su libro “Efemérides sanjuaninas” (1961), relata: “El pueblo le dispensa una calurosa recepción y él se siente emocionado, sobre todo cuando recibe el homenaje de las escuelas en su casa. En la oportunidad se inaugura la nueva Casa de Gobierno y asiste Sarmiento en carácter de padrino de la ceremonia.
En esa ocasión pronuncia un elocuente discurso y era la última vez que visitaba a su querida San Juan”.
Pero es Videla el que relató con lujo de detalles ese día y algunos posteriores.
Según este historiador, Sarmiento no estaba muy convencido de venir a San Juan y les había escrito a sus hermanas desde Chile para pedirles que lo visiten en si paso por Mendoza.
Pero una comisión marchó a la provincia vecina a buscarlo y aunque Sarmiento estaba resfriado, finalmente aceptó y emprendió el viaje.
Wherfield Salinas escribió una biografía del prócer en la que cita: “El pueblo entero lo esperaba desde las 8 de la mañana y nadie se movía. Llegó a las 3 de la tarde y el pueblo, delirante de entusiasmo, lo rodea, lo vitorea, lo aclama, lo aplaude, y muchas personas querían tocarlo”.
Videla retoma la narración para asegurar que Sarmiento se alojó en la casona de sus padres en el barrio El Carrascal, donde nació, “levantada adobe sobre adobe por la abnegación y el sacrificio de su madre, ahora morada de sus hermanas”.
“En el patio de la higuera histórica recibe a diario la visita de las escuelas, cada una con un ramo de flores. Al día siguiente, las flores son transportadas en un carro al cementerio para hacer depositadas al pie de un sencillo túmulo con una cruz de mármol negro, inaugurada en el momento, con una inscripción: ‘A José Clemente Sarmiento y Paula Albarracín, su hijo Domingo’.
En los diez días en los que permaneció en San Juan, Sarmiento organizó paseos, conciertos, veladas literarias, exposiciones pictóricas y hasta pequeñas obras de teatro.
Anécdotas
La familia está emparentada con medio San Juan y las amistades que lo visitan son incontables.
Sarmiento salía a caminar sin rumbo y cierto día pasó por el domicilio del doctor Facundo Larrosa, en calle San Agustín, luego bautizada Buenos Aires (y ahora Mitre), médico porteño radicado y casado en San Juan con Esmeralda de Oro.
Se trataba de un antiguo rosista que le guardaba profundo rencor. Sarmiento advirtió que en su casa, desafiando la algarabía general, ambas hojas de la puerta de calle estaban entornadas y sentadas en el umbral están sólo las mujeres del servicio doméstico.
“Sarmiento no deja de advertir el desaire del federal distinguido y terco que durante su gobierno se negó a la colaboración y contra el que decretó fuertes medidas.
Pese a su temperamento, no recoge el guante y sin reaccionar ni inmutarse en lo más mínimo, con aparente indiferencia, se interesa entre las mujeres por la salud de la esposa de Larrosa: ‘¿Y cómo está la Esmeralda?’, las interroga al paso, con la mayor naturalidad”.
Padrino de acto
El 10 de mayo de 1884 se inauguró la Casa de Gobierno y el electo gobernador Doncel concurrió a la casa de Sarmiento para invitarlo y acompañarlo en su carruaje.
Pero el visitante se negó a aceptar el coche prefiriendo hacer a pie las cuatro o cinco cuadras que lo separaban de la sede gubernamental que se levantaba frente a la plaza 25 de Mayo.
“Ya en la calle, Doncel intentó ceder a Sarmiento el lado de la vereda, mas éste tampoco lo acepta insistiendo en hacer lo mismo con Doncel con una desconcertante explicación: ‘Al final usted es el gobernador’, dijo secamente”.
El acto de inauguración se realizó con asistencia perfecta: el presidente del Senado en ejercicio del Poder Ejecutivo, jueces de la Corte, jefes militares y civiles, y el obispo monseñor Achával.
“Como invitado de honor y padrino de la ceremonia, Sarmiento pronunció un extenso discurso aderezado con intencionadas pullas y veladas insinuaciones, parecía un viejo león malhumorado y gruñón, con legítimo derecho de aconsejar y aún reprender a las mismas autoridades”, señala Videla.
Les recordó a los asistentes que en los primitivos planos del edificio se proyectaba el significado ideas de civilización con cuatro grandes medallones de bronce con sus respectivos nombres que no estaban ahí: José Ignacio de la Roza, Francisco Narciso de Laprida, Salvador María del Carril y Domingo Faustino Sarmiento. Lo que evidentemente no resultaba de su agrado.
“Al gobernador entrante le recomienda derechamente: ‘Ahora debo dirigirme, como la prudencia lo aconseja, al sol naciente, a usted señor Doncel a quien mañana tendré que llamar su excelencia, estos versos se dirigen a usted.
Los federales de Benavidez vivieron seguros y libres en medio de la guerra haciendo decir a uno de ellos, al saber que me alejaba de la provincia, ‘quién nos protegerá ahora contra la saña de los unitarios si Sarmiento nos falta’.
Si no lo hacéis así, señor Doncel, os harán hacer el papel de los reyes holgazanes de Francia que mantenían en palacios magníficos a sus servidores, los mayordomos, para que ellos gobernaran en su nombre.
Gobierne usted señor Doncel con las leyes, y no por medio de sus amigos, como ya ha habido también en San Juan un buen ejemplo de ello.
Acaso San Juan sea la última provincia cuya tendencia fuese resistir a la absorción que de su soberanía viene haciendo el poder central y la historia tendrá en cuenta ese propósito’”.
Y más
Videla también reseña que en el día del acto, Sarmiento sentenció que la Plaza Mayor se llamará Plaza 25 de Mayo, “como la voz del pueblo ya la designa”. Y que en la banda oeste del paseo, frente a la catedral donde fuera su primer Obispo, se alzaría el monumento a Fray Justo.
Mientras que en la banda del naciente, frente a la entonces Casa de Gobierno (donde aún está emplazada), Sarmiento señaló con su índice diciendo “Ahí”, donde se levantaría su propia estatua.
La profecía sarmientina se cumplió, el paseo se llama Plaza 25 de Mayo, sin que a nadie pueda ocurrírsele cambiar su nombre, y las estatuas de Fray Justo y de Sarmiento permanecen hasta hoy donde él indicó.