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Leyenda y muerte: el gran cacique Cochagual que enfrentó a los incas

Pletórica de leyendas está la tierra cuyana, donde el viento zonda, los cerros y los huarpes tejieron relatos con hilos de mil colores.

Esta historia, con visos de verdaderas batallas ocurridas entre huarpes e incas, tiene también mucho de imaginario popular; fue relatada por el gran escritor sanjuanino Juan Pablo Echagüe y publicada en su libro “Mi tierra y mi casa”, editado en el año 1948.

“Era en los siglos vírgenes, cuando dormía un mundo entre las enigmáticas rutas de dos océanos inexplorados; Cuyun fue entonces residencia de tribus aborígenes afincadas en los aledaños de la cordillera”, comenzó narrando Echagüe.

“Llegaron de pronto a ellas del Norte, de mucho más lejos que los valles calchaquíes, estrépitos de guerra, de montaña en quebrada repetían los secos rumores marciales de huestes en marcha.

¿Qué ocurría? Era que bajaba por laderas y barrancas, sojuzgando pueblos, a la cabeza de poderosas mesnadas, un conquistador, un hijo del sol. Suya era la montaña toda sobre la cual un inmenso imperio le obedecía y hasta el indio de las vegas calchaquinas se le había sometido”.

El relato refiere al avance de los incas sobre los pueblos del Oeste argentino, entre ellos, los huarpes.

“Un respeto sagrado nimbaba el nombre de los incas monarcas del Cusco lejano, cuya fama de inmenso poderío había repercutido también en el país de los cuyunches, ¡los hijos del sol!  Hacia lo alto se volvían las frentes cobrizas de la cordillera para rendirle culto al astro venerado cuyos hijos reinaban entre los hombres”.

Relataba luego el autor que el huarpe silencioso, señor de la cuenca del Potu y de las extensas lagunas de Huanacache, no ignoraba que un antecesor del inca actual había hecho descender en otro tiempo sus invencibles tropas hacia el sur y que las tribus escalonadas a lo largo de la precordillera casi no pusieron resistencia, mientras él seguía tranquilo pescando en sus aguas y cazando guanacos.

“Todos los guerreros de Cuyun acudieron a su convocación y apresuradamente organizados por él le presentaron batalla a Tupac Yupanqui, el adalid incaico. Sobre las hondonadas pétreas del antiguo Catalve, ¡terrible fue el encuentro”.

Fieramente, desesperadamente, combatieron los huarpes contra las legiones norteñas, innumerables como las estrellas del cielo, hasta que se tiñeron de sangre los arroyos descendidos del monte.

Roja se mostró esa noche la luna india y con destellos rojos alumbró el sol al día siguiente el campo sangriento por el cual se derramaban triunfales las mesnadas del inca”.

Note el lector que aún no ha nombrado el autor al líder de los huarpes.

“Entre tanto, un grupo de sobrevivientes huarpes, fieles a Cochagual, arrebataban a la subsiguiente matanza de heridos, por ignorados vericuetos montañeses, el cuerpo lacerado y moribundo de su indomable caudillo caído en la refriega.

Lleváronle a expirar sobre la roca materna, de cara al firmamento purpurino. Y he aquí que entre estertores supremos Cochagual agonizante habló así a los suyos:

-La tierra del huarpe se ha embebido de sangre y en sangre se han convertido las ondas del Potu que la que la fecunda. ¡Ay! sangre seguirá pidiendo por siempre jamás la tierra del huarpe, pues el suelo que riega el hombre para defenderlo con el licor de sus venas, cebado queda. ¡Sangre bebió la tierra, tributos de sangre volverá a exigirle a sus hijos!”.

Luego de esas palabras cerró para siempre los ojos cacique vencido, “y una piedra pintada con signos misteriosos señala todavía la huaca que guardó su cadáver en el cerro funerario.

Centurias pasaron, pero el cazador que se arriesga por pistas abruptas o el arriero que conduce sus recuas por los derroteros de la montaña, creen ver todavía estrías de sangre en las crecientes despeñadas valle abajo”.

La imaginación del lector vuela buscando el sitio cordillerano donde esta escena sería posible. Algunos lo logran.

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