La gran inundación que destruyó la ciudad de San Juan en 1833

“El 30 de diciembre de 1833 las grandes crecidas del río San Juan desbordan las riberas e inundan a la ciudad que la encuentra indefensa.

Derriba edificios y todo cuanto encuentra a su paso esta espantosa avalancha que llena de pánico a la desprevenida población”, decía César Guerrero en “Efemérides sanjuaninas” (1961).

El historiador continuó relatando el horror que vivieron los habitantes de la ciudad y esta vez no era culpa de un terremoto sino del agua.

“Las aguas corren por toda la ciudad hasta mediados de enero del siguiente año y se produce el derrumbe de las iglesias de San Agustín y la de Santa Ana que resulta la más perjudicada por ser parroquial y cementerio”.

Luego señaló que a raíz de este desastre se comenzó a proyectar la construcción de un dique que resguardara la ciudad de otras posibles avalanchas.

La obra se comenzó en 1834 en la desembocadura de la Puntilla y fue nombrada como San Emiliano, por el cuartel de este nombre que había al frente.

En “Aportes desde la historia a la revalorización del patrimonio cultural sanjuanino” (2006) de Silvana Frau y otros, reseñaron que hubo dos grandes inundaciones: una en 1828, y otra en 1833.

“La creciente de 1833 cubrió las viñas y potreros de Puyuta y las Chimbas, poco tiempo después durante el gobierno de Martín Yanzón, en los primeros días de 1834 el agua llegó hasta la ciudad bajando torrencialmente por la calle de San Agustín (hoy Mitre) arrollando a su paso viviendas, edificios públicos y templos”.

Además de la obra del dique San Emiliano, esta gran crecida generó la instalación del cementerio público en terrenos contiguos al viejo hospital de San Juan de Dios, donados en gran parte por Doña Borja Toranzo de Zavalla.

Relato dramático

“Fue el 3 de enero más aciago para San Juan. Las aguas irrumpieron por las calles de la vieja población:

‘Las calles se convierten en ríos, las casas se desploman, los templos San Agustín y Santa Ana se derrumban formando en sus caídas vorágines terribles por las aguas que se arremolinan y sepultan en sus entrañas cuanto les pone resistencia”.

El relato aparece en el libro “Historia de San Juan” (1966), de Carmen Varese y Héctor Arias.

Esta narración es la de un testigo, Damián Hudson: ‘La aduana se ve envuelta entre murallas de agua que le arrebatan los archivos y cuanto haya en su curso.

La gente aterrorizada huye y el plañidero sonido de las campanas que tocan rogativas en toda la población aumenta el pesar.

Los muebles son arrastrados por las calles en alas de la corriente y todo en fin hace presumir que la ciudad de San Juan va a ser borrada del mapa de los pueblos por la asoladora inundación’.

Los historiadores relataron que cuando las aguas volvieron a su cauce “el sanjuanino sufriente y laborioso se entregó de lleno a la construcción de sus labranzas y de sus viviendas.

Cual símbolo, frente a la plaza, en el solar de Santa Ana, el doctor Indalecio Cortines levantó una hermosa casa, la primera de alto que tuvo San Juan”.

La mirada de Larraín

En “El país de Cuyo” (1906), Nicanor Larraín relató que en los últimos días del año 1833 las crecientes del río San Juan, que en 1829 habían arrasado los departamentos del Oeste, amenazaban ahora a la ciudad con las inundaciones ocasionadas por las lluvias y deshielos en la cordillera.

“Las plantaciones fueron destruidas y los aluviones hicieron desbordar las acequias departamentales y especialmente la que provee de agua a Pocito y la Ciudad.

Las grandes avenidas dejaron pronto su antiguo cauce y lanzaron su formidable caudal de agua sobre la aterrada población”.

Luego, “aquella espantosa avalancha arrastraba en su corriente árboles, piedras y todo cuanto encontraba a su paso, destruyó gran parte de la población y a la bonita iglesia de San Agustín que se desplomó para sepultarse en la espantosa vorágine que tenía a su planta”.

Larraín fue el historiador más cercano a este evento, nació en 1840, lo que le permitió recoger testimonios de primera mano.

“Cada calle era un río torrentoso de aguas rojizas que por los ocres en suspensión le daban un aspecto horrible, llevando el terror y la consternación a todos los habitantes.

Los muebles de las casas y objetos chocándose por las encontradas corrientes se destruían y adherían formando masas informes que a manera de camalotes flotaban sobre las aguas.

En la noche del 3 de enero de 1834 se veía a los presidiarios con el agua a la cintura paseando entre las aguas, los archivos de aduana y legajos de las demás oficinas públicas.

Fue recién ante aquel horrible siniestro que se pensó en hacer obras defensivas contra el río y se puso luego en ejercicio el plan del gobernador Bustos sobre el dique que debía de guardar la ciudad hasta entonces víctima de la incuria de los gobiernos”.

calle San Martín

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